En medio del rigor ceremonial que marcó la despedida del papa Francisco, una escena inesperada y profundamente humana rompió con el protocolo vaticano. Una monja octogenaria, pequeña y silenciosa, caminó lentamente hasta el féretro del Pontífice, se arrodilló, se inclinó en oración y se quedó allí, inmóvil, durante largos minutos. Nadie la detuvo. Ningún guardia suizo ni gendarme del Vaticano se atrevió a interrumpir ese momento de recogimiento. No era una figura protocolar ni un alto dignatario eclesiástico. Era Sor Geneviève Jeanningros, una religiosa de 81 años, con una mochila verde al hombro y una historia de amistad inquebrantable con Francisco.
El gesto, tan cargado de simbolismo como de ternura, conmovió a todos los presentes. No solo porque se trató de una ruptura visible en una ceremonia milimétricamente planificada, sino porque reveló la dimensión más personal del Papa: su capacidad para entablar vínculos genuinos con quienes trabajan lejos de los focos, entre los márgenes. La historia de Sor Geneviève y Francisco es una historia de lealtad, lucha y amor al prójimo. Es también un retrato del Pontífice que marcó una época con su cercanía a los descartados.
Sor Geneviève Jeanningros pertenece a la orden de las Hermanitas de Jesús y dedicó más de 56 años de su vida al servicio de los más olvidados de Roma. Vivía en una caravana en Ostia junto a su compañera monja Anna Amelia Giacchetto, entre feriantes, mujeres trans y personas sin hogar. Su compromiso con las minorías no solo fue constante, sino valiente: en un contexto donde muchas veces estos grupos son ignorados o marginados, ella se convirtió en un puente entre ellos y la Iglesia.
Sobrina de Léonie Duquet —la monja francesa desaparecida en Argentina durante la dictadura, en el mismo operativo en el que fue secuestrada Alice Domon y por el que fue condenado el represor Alfredo Astiz—, Geneviève lleva en su ADN una lucha histórica por los derechos humanos. Su vínculo con América Latina no se limitó a una tragedia familiar: durante años siguió de cerca la realidad social de la región, especialmente de la Argentina, país natal del Papa.
La relación entre Sor Geneviève y el papa Francisco no fue casual. Ambos compartían una visión pastoral centrada en los excluidos. Fue ella quien le presentó al entonces Papa a la comunidad trans de las afueras de Roma, a quienes Francisco no solo recibió en audiencias privadas, sino que también invitó a almorzar en el Vaticano. Algunos de esos encuentros quedaron registrados en fotos. Uno de los testimonios más emotivos fue el de una mujer trans que fue asesinada poco después de conocer al Papa. Geneviève le llevó la imagen al pontífice, quien rezó por ella.
No era raro que la monja llegara con algún grupo marginado a las puertas de Santa Marta, la residencia papal. Y el Papa siempre abría la puerta. Para Geneviève, no existía “demasiado lejos” cuando se trataba de acercar a alguien al corazón de la Iglesia. Y para Francisco, ella era una interlocutora directa con realidades que muchos prefieren ignorar. Por eso la apodó con cariño “L’enfant terrible”: una mujer de espíritu rebelde y sensibilidad profunda, que no pedía permiso para hacer el bien.
Un acto de amor más allá del protocolo
El pasado gesto de acercarse al féretro no fue una transgresión, sino una despedida entre amigos. Un acto que condensó más de 40 años de complicidad. En ese momento, su figura encorvada frente al cuerpo del Pontífice no necesitó explicación: allí estaba una mujer que supo acompañar, comprender, amar y servir. No era una despedida pública, era un adiós íntimo y silencioso.
Un legado compartido
El último gran gesto de Francisco hacia su amiga ocurrió en julio de 2024, cuando accedió a una petición muy especial: visitar el parque de atracciones de Ostia y encontrarse con los feriantes, muchos de los cuales conocía gracias a Geneviève. El evento fue histórico. El Papa caminó entre ellos, los bendijo, los escuchó. Fue una de sus últimas apariciones públicas antes de su muerte.
Ese día, como tantos otros, la monja estaba a su lado. Y lo estuvo también al final, cuando ningún guardia la detuvo, cuando el silencio y la oración fueron su único lenguaje. Fue un último acto de amor, de esos que no necesitan permiso porque nacen del alma. El Papa Francisco no solo la admiraba, también la quería. Y ella, como pocas personas, supo estar cerca en la luz y en la sombra.
En tiempos de despedidas frías y formales, la presencia de Sor Geneviève frente al cuerpo del Papa recordó que la verdadera cercanía no entiende de protocolos. Solo de amor.